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—¡Lola!
¿Qué ha pasado?—dijo Isidre entrando en la habitación todo lo rápido que le
permitían sus heridas y contusiones. Su mujer lloraba y sollozaba, rodeada de
batas blancas.
—Isidre, Miquel ha… —Fue
incapaz de acabar la frase con la palabra que había hecho pedazos las ilusiones
y la alegría de aquella misma mañana.
—¿Es
usted el padre?—preguntó el médico que estaba junto a ella.
Isidre se sobresaltó;
no lo había visto entre tanta gente.
—Sí, soy yo—respondió
él, aún más confundido—. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está mi hijo?
—Soy el doctor Gutiérrez.
Venga conmigo, por favor—ordenó el médico mientras salía de la habitación. El
desconcertado padre lo siguió todavía más intrigado.
Entraron en un despacho que tenía muchos diplomas colgados en la pared, una mesa y tres
sillas. Se sentaron frente a frente.
—Bien, señor Tarrés. Lamento
tener que comunicarle el fallecimiento de su hijo Miquel—espetó el doctor.
—¿Cómo?
¿Qué ha ocurrido?—exclamó Isidre, mientras trataba de digerir lo que le estaba
contando aquel hombre.
—Señor Tarrés, su hijo ha
sufrido lo que tristemente se conoce como muerte del lactante. No hemos podido
reanimarlo—explicó el doctor Gutiérrez.
—¿Puedo…?
¿Podríamos verlo?—preguntó con voz queda.
—No, señor Tarrés. Está tan
desfigurado que no lo reconocería. Sería un trauma para los dos. Lo siento
mucho, de verdad. Intente mantener la entereza. Su esposa lo necesita ahora más
que nunca: ya sabe cómo son las mujeres. Vaya con ella. Le acompaño en el
sentimiento.
Isidre obedeció la orden del médico
como un autómata y salió de aquel despacho hacia la habitación donde estaba su
desdichada compañera. Su mala suerte parecía no tener fin y el destino le
gastaba esa broma tan macabra. Se sentía morir, pero enseguida recordó cuando
se había jurado a sí mismo ser fuerte para proteger a Lola y a Martí. Pues
pensaba cumplirlo.
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